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martes, 14 de enero de 2014

Intervenciones del seminario sobre "La norma de la filosofía"


Gracias al trabajo de la profesora de filosofía Amanda Núñez, se encuentran disponibles las intervenciones en el seminario organizado el 22 y 23 de noviembre en la UNED sobre La norma de la filosofía.
Para seguir el orden puede verse, en primer lugar, mi intervención, seguidamente, la de Jesús Díaz, seguidamente la de Antonio García Santesmases y, para terminar, la de Francisco José Martínez. Para rescatar el debate en toda su complejidad deberían verse también las intervenciones de la citada Amanda Núñez, las de José Lasaga Medina y las de Teresa Oñate. Esperémoslas disponibles en un futuro.

Obstáculos para la sociología de la filosofía

 
Dos son los obstáculos, cuando el trabajo se encuentra bien hecho (cuando se hace mal, pues tiene las críticas que se merece), con los que se encuentra la sociología de la filosofía. En primer lugar, la vinculación cuasi religiosa de ciertos círculos intelectuales (ni mucho menos todos) con sus héroes filosóficos, algo que confirma la idea de Ortega, completamente seria además de muy durkheimiana, de que en todo, también en el pensamiento, se cree como se cree en la Virgen del Pilar. Cuando esos círculos piensan sus opciones intelectuales como si fuesen opciones ético/políticas fundamentales, y como si pensar con las categorías de una personalidad o una doctrina tuviese per se un efecto ético/político salvífico, el dogmatismo tiende a acentuarse. El registro discursivo que producen es verdaderamente singular: comentarios, a veces simples paráfrasis, del autor o la idea preferidos, en los cuales se expresa, sin desfallecer ni una línea, un autético amor sin fisuras. Con esa estructura de argumentación nuestro trabajo, incluso cuando se escribe con evidente cercanía, resulta sospechoso y merecedor de las peores sospechas. Habría que aclarar bien los estratos de ese tipo de pensamiento y de creencia, las condiciones de su éxito, su vinculación con modelos históricos de agrupamientos intelectuales (que nunca se reproducen idénticamente). Son tareas que debería ocuparnos en el futuro a la gente que trabajamos sobre el particular.
Como sucede a menudo, junto a las grandes palabras y las creencias sinceras se entremezclan peleas, comprensibles pero insoportables en el lenguaje de los partidarios de las ideas puras, por los privilegios intelectuales e institucionales. En este sentido, al apartarse de tales modelos de celebración (o de denigración) intelectual, la sociología de la filosofía ayuda, o pretende ayudar, a objetivar todo cuanto se esconde tras los debates filosóficos: precisamente para que estos sean, todo lo filosóficos posibles, exclusivamente guiados por problemas lógicos, teóricos o empíricos... y nada más.
Este obstáculo condiciona también el acceso a los materiales de trabajo, pues las barreras que imponen los guardianes de una doctrina, memoria e idea impiden el acceso a fuentes a quienes demuestran una mínima voluntad de objetivación (enseguida codificada como un alineamiento malvado con los enemigos intelectuales). Este, sin duda, es el proceso más delicado en el trabajo de campo de un sociólogo de la filosofía: para entrar en un medio se le exige una fidelidad y cuando (si se hacen bien las cosas) se demuestra que comprender no es aprobar, y que la imagen que se ofrece no puede corresponderse con la que los partidarios de algo tienen de aquello que aman, la simpatía puede transformarse vertiginosamente en su contrario. Por supuesto las imágenes adoradas tienen, a menudo, más que ver con los objetivos terrestres de los adoradores que con la verdadera fidelidad a la memoria del/lo adorado. Ésta supondría una fidelidad a la genuina posición en el mundo de cuanto se describe, e intento de descripción con simpatía materialista. Esa descripción, cuando se comparten objetivos éticos, podría ir acompañado de un deseo de reactualización. A todo ello podría ayudar una sociología de la filosofía como la nuestra, que se quiere absolutamente spinozista y se separa de los ajustes de cuentas personales o ideológicos: un estomagante y ruín espectáculo que a veces se disfraza de sociología del conocimiento y en el cual el comentador se convierte en un superyó tiránico de quien comenta. Cuando la sociología de la filosofía es incapaz de encontrar un tono de comprensión sin aprobación o desdén, algo no marchó bien en la escritura y en el balance intelectual de lo explicado, siempre extremadamente delicado.
El segundo obstáculo es la depreciación del pensamiento en español. Y es que si nos hubiéramos concentrado, por ejemplo, en el pensamiento francés, la opción no tendría más riesgos que los derivados del primer tipo de obstáculo. No voy a describir, porque ya lo he hecho, la dinámica de importación que caracteriza a los campos dominados, con todos los errores de alodoxia (el término es de Bourdieu): confusión del significado de algo porque se le aplican categorías de una doxa, una visión, distinta. Esa dominación, además, cumple su propia profecía: tiende, con la pelea por las importaciones, por la mejor importación o el mejor intérprete, a convertir el trabajo intelectual en una simple terminal de los movimientos de la metrópolis. Pues incluso aunque lo pensado en español fuese tan malo como algunos creen (hay miles de trabajos, entre otros los de nuestro grupo de investigación, para comprender lo ridículo de la tesis) enfrentarse a ello con claridad impediría reproducirlo -mientras uno cree que lo rechaza. Porque esa tradición, con sus instituciones, sus reglas explícitas e implícitas, sus currículos manifiestos y ocultos, sus problemas prioritarios y marginados, sus redes celebradas o malditas, es la que ha formado nuestro espacio intelectual, nuestro inconsciente, nuestra historia: y nos sigue conduciendo como sonámbulos cuando creemos estar hablando en debates de Berlín, París o Nueva York.

lunes, 6 de enero de 2014

"Artemidoro de Daldis, oniromante". Intervención de José Luis Bellón en el volumen de homenaje a Juan Carlos Rodríguez




We live, as we dream – alone.

                      Joseph Conrad


Lo más probable es que Artemidoro no estuviera del todo de acuerdo con la frase de Joseph Conrad. Seguramente los sueños fueron para él alegoría y ética y en ellos la naturaleza, el destino y los dioses zurcían los hilos de su textura[1]. Artemidoro de Daldis es el nombre del autor de una obra del siglo II de nuestra era titulada La interpretación de los sueños (Oneirokritiká) y del que no sabemos nada más, aparte de dos o tres noticias dispersas. La elección del título en su traducción nos lo quiere convertir en una sombra familiar Freud de modo que lo que diga suene o se lea “actual” y se enlace a nuestro presente, dejando de ser la huella semiborrada de un mundo que ya no existe. Basta leer unas pocas páginas para comprender que las palabras, los significantes, corresponden a otra cosa, entendiéndose otro en el sentido de otredad. En el libro II, el texto expone unos ejemplos de interpretación de sueños:

El ratón se corresponde con el esclavo: vive en nuestra misma casa, se nutre con idénticos alimentos y es temeroso. Por consiguiente, constituye una buena señal ver en el interior del hogar un gran número de ellos, contentos y jugueteando, ya que pronostica una enorme alegría y la adquisición de servidumbre. (1989: 331)

A la luz de este pasaje cabe preguntarse  y perdónese la broma si lo que sentía un individuo libre al mirar a los ojos a un esclavo se asemejaría algo a lo que se siente hoy al mirar a los ojos a un ratón, los cuales no tienen ni subjetividad ni alma (y ello aunque el papa Juan Pablo II dijera lo contrario; además el alma, como la subjetividad y la libertad, está claro, se entendían en el esclavismo de otra forma). En la misma página señala Artemidoro que «la comadreja se corresponde con una mujer malvada y astuta, y, también, con un proceso, pues ambos términos son equivalentes desde un punto de vista numérico». De lo numérico hablamos más abajo, pero por lo pronto parece que soñar con una comadreja significa que tu mujer te la pega o que un elocuente cicerón va a machacarte en el foro. La concepción de la mujer, comadreja o paloma, es griega, es decir androcéntrica:

Las palomas bravas y las domesticadas se corresponden con el sexo femenino. Las primeras simbolizan a prostitutas de la peor calaña; las segundas, en ocasiones, a amas de casa, cumplidoras de sus deberes familiares. Es posible hacer conjeturas sobre una sola mujer a partir de muchas de estas aves o viceversa. La variedad de las domésticas presagia éxito [epafrodisía] en las actividades que se emprenden por estar consagrada a Afrodita y asimismo es propicia en lo que atañe a amistades, asociaciones y contratas por su propensión a estar en grupo. (íd. 234-5)

El signo “mujer” es como otro significante. La religión (el mito) se entrelaza a una interpretación basada en una doble convenientia o semejanza: religiosa y natural (paloma consagrada a Afrodita y además viven en grupos); las féminas se construyen además como una especie de signo dual: salvaje - puta / domesticada - cumplidora de sus deberes, y la domesticidad recuerda a la obediencia de los esclavos.[2] Una aclaración: usamos la traducción de Elisa Ruiz García (editorial Gredos, 1989), de modo que no podemos citar y comentar las palabras originales y sus connotaciones (“ama de casa”, “deberes familiares”, “servidumbre”), salvo a partir de las propias aclaraciones del excelente trabajo de la traductora, la cual señala (nota 89, p. 234) que epafrodisía significa muchas cosas y aparece por «vinculación fónica» con Afrodita. Probablemente la vinculación sucede no sólo como un juego de palabras de contenido sexual, sino también al nivel de la ideología.

¿Y los esclavos qué sueñan? Los esclavos que sueñan con volar o con ser reyes o coronar a un dios van a ser manumitidos, igual que si sueñan que practican una felación a su amo. «Sé de un cierto individuo que era esclavo y soñó tener tres falos, pues bien, consiguió la libertad y en lugar de uno pasó a ostentar tres nombres, añadiendo al propio los dos de su patrono» (Libro I, p. 133; también libro V, p. 473). Patriarcado, dominación sexual y social se entretejen. Pero también la religión, que aparece junto al deporte, es decir, el agón, en otro “caso práctico” en que se ilustra la tesis de que los dioses equivalen a los dueños:

Un esclavo soñó que jugaba a la pelota con Zeus. Luego tuvo una disputa con su amo y, por haberse expresado excesiva libertad, se ganó la antipatía de aquél. En realidad, Zeus simbolizaba el patrón y las idas y venidas de la pelota el intercambio de palabras y la discusión, ya que los jugadores compiten entre sí y cuantas veces reciben la pelota, otras tantas la devuelven. En general, los dueños, los padres, los maestros y los dioses tienen el mismo significado. (Libro IV, p. 430)

¿Qué metodología usa Artemidoro? ¿Es una obra científica? Elisa Ruiz García lo describe como autor de un tipo de libros «destinados a ser degustados por las clases populares», exponente de una «corriente paracientífica» (op. cit. p. 13), alimentadora de creencias redentoras o sustendadora de deseos de evasión o “autoayuda”. Dado que no hay mucho material empírico de tipo etnográfico para saber cómo hablaban las clases populares de autores como Artemidoro, toda representación del autor corre el riesgo de ser reflejo de las de uno mismo. Sea como sea, lo que está claro es que el tal Artemidoro nos  ofrece todo un catálogo del funcionamiento de las representaciones imaginarias e ideomáticas de ese momento histórico, además de un interesante uso del lenguaje similar al propuesto por Freud o Lacan. Su pensamiento es un signo mezclado de racionalismo, elementos mitológicos y ocultismo, y quién sabe si charlatanería. Primero, «en última instancia, la onirocrítica no es otra cosa que una relación entre elementos analógicos» (p. 244) a los que se pegan los cálculos de la isopsefía, una especie de cábala numérica y onomatomántica que desentraña las relaciones ocultas entre letras y cifras. En segundo lugar, los sueños son de dos tipos: los proféticos (visiones oníricas) y los que sólo describen apetitos momentáneos (estos últimos parecen un eco aristotélico, el alma sensitiva o nutritiva). A Artemidoro le interesan únicamente los primeros en su variante de simbólicos (de cumplimiento indirecto). (Un servidor se pregunta cómo los distinguiría[3].)

El método analógico recuerda lo planteado por Foucault en Las palabras y las cosas así como el funcionamiento de la alegoría en la sacralización; los  sueños son fascinantes leídos desde el psicoanálisis lacaniano (asociaciones de ideas y juegos de palabras) y están plagados de ideogramas del esquema matriz Amo / no-libre y de mitología. Analiza Artemidoro un sueño de Alejandro Magno transmitido por Plutarco y que Freud cita en el cap. II de sus Introductory Lectures on Psychoanalysis, comentando que la interpretación es la correcta:

Aristandro también tuvo suerte al interpretar una visión de Alejandro de Macedonia consistente en que un sátiro bailaba sobre su escudo. Aquél había rodeado la ciudad de Tiro y mantenía el sitio, mas se impacientaba por el paso del tiempo y por ello estaba disgustado. Precisamente el citado experto se encontraba en Tiro y acompañaba al soberano durante el asedio de esta ciudad. Pues bien, tras dividir el nombre Sátiro [Satyros] en Sa-tiro [sa Tyros – tuya Tiro], incitó al monarca a que intensificase la lucha, de forma que éste conquistó la plaza. (Artemidoro 390-391)

El sátiro figura un daimon de la fertilidad y la potencia sexual masculina. Junto a la satisfacción de un deseo sexual (el sátiro bailando sobre el escudo), se encuentra el deseo de dominación (la conquista de Tiro); claro que la clave es el significante. Otros juegos de palabras en la obra de Artemidoro son menos épicos: soñar con afeitarse significa que se está o estará contento (ser afeitado karenai y estar contento karhenai), o soñar con una cabeza es que el negocio irá bien (cabeza kephale y capital kephalaion); «una mujer que tenía un absceso en un pecho soñó que amamantaba a un cordero y, efectivamente, fue curada mediante una cataplasma elaborada con una planta llamada “lengua de cordero” [arnoglosson – arnos glossa]» (387). Impactante es el siguiente sueño, por cuanto que da una idea de la estructura de la matriz ideológica esclavista:

Soñar que uno perece, es llevado al lugar de la sepultura y enterrado supone la libertad a un siervo que no goza de la confianza de su amo: sin duda alguna, quien ha dejado de existir carece de dueños y se ve libre de pesares y servidumbres. En cambio, al esclavo acreedor de esta familiaridad la muerte le priva de ella. (289)

Independientemente del tema de la “confianza” perdida, la imagen del renacimiento tras la muerte en vida da una idea de una especie de “transubstanciación” de cosa o herramienta en persona (¿no era Spinoza el que planteaba en la Ética que puede se puede morir en vida?); un cambio social de estatus implica una muerte del anterior estado, igual que convertirse en esclavo implica una muerte social. Dicho sea de paso, los conflictos con los esclavos no son tan infrecuentes como pueda parecer recuérdese el que jugaba a la pelota con Zeus e inquietan el sueño de los amos:

Una mujer soñó que la criada que la peinaba le pedía en préstamo un retrato suyo pintado sobre una tabla y sus vestidos, como si quisiera tomar parte en una procesión [pompeía]. Enseguida esta sirvienta consiguió separar al marido de sus esposa por medio de calumnias encubiertas y, además, fue la causante de daños y de invectivas [pompeía] contra la persona de su ama. (461)

Las dualidades simples de la dominación (e.g. alto / bajo) también se expresan claramente: «En general, las partes superiores del cuerpo ponlas en relación con personas importantes y de alta consideración, en cambio, todas las inferiores con gente de inferior condición y de menor rango» (392); las deidades más importantes ayudan a los de elevada condición (435); un mismo signo (e.g. el vómito) se interpreta de distinta forma para el rico que para el pobre (392). Es igualmente importante no olvidar que a Artemidoro no le interesen los sueños “irracionales”, el “ensueño”, producto de la parte animal del alma, sino las “visiones oníricas”, que predicen y vaticinan. Algunas analogías son algo absurdas y recuerdan la recomendación de los médicos medievales de comer nueces para el dolor de cabeza, ya que el fruto se parece al cerebro: posiblemente la semejanza o analogía era tomada realmente en serio y estaba escrita en el mundo terrenal y en los astros: «Un individuo soñó que encendía su lámpara con la luna. Y se quedó ciego. Ciertamente, prendió la llama en donde era imposible obtenerla. Suele afirmarse que este astro carece de luz propia» (449). O el siguiente ejemplo:

Un individuo soñó que caía una estrella del cielo y que de la tierra subía otra hacia el firmamento. Esta persona era un esclavo de otro hombre. Más tarde, su amo murió y, cuando él creía que era libre y que no dependía de nadie, se topó con el hijo de su antiguo dueño y se vio obligado a continuar de esclavo sin remedio alguno. El astro caído significaba, por tanto, el muerto, y el que ascendía, el patrón que le vigilaría en lo sucesivo. (452)

¿Hemos de creer que todos los sueños transmitidos fueron realmente soñados? Sean o no inventados (como quizás puedan serlo algunos), el funcionamiento de la analogía es elocuente por sí mismo. Los mecanismos del sueño son los de las figuras literarias descritas en la retórica. De igual forma, puede plantearse que los mecanismos de la literatura, de las literaturas históricas, tienen la apariencia de un sueño, de sueños, como la mitología. 

Los sueños, según Freud, no son sino otra forma particular de pensamiento cuyos mecanismos de funcionamiento, en cuanto que textos, son los de la literatura: metáfora, metonimia, condensación, desplazamiento. La estructura del sueño «is always triple; there are always three elements at work: the manifest dream-text, the latent dream-content or thought and the unconscious desire articulated in a dream» (Žižek, 1999: 13). La relación entre el contenido latente y el contenido manifiesto, esto es, el texto del sueño, «the dream in its literal phenomenality» (1999: 12),  es la existente entre un pensamiento (pre)consciente y su traducción al “jeroglífico” del sueño: la clave, por tanto, no es este pensamiento latente, sino su forma: el trabajo, los mecanismos, la figuración de los contenidos de palabras y sílabas que le confiere la forma. Nos deshacemos así – explica Žižek  – de la fascinación por la nuez, el interior de la significación, el contenido oculto del cual la forma sería la manifestación. La interpretación de sueños o los síntomas no se reducen a la retraducción del contenido del sueño latente al lenguaje cotidiano. En la estructura triple el deseo se ha pegado, colocado en el intersticio entre el pensamiento latente y el texto manifiesto: su único lugar es en la forma: la materia asunto real del sueño (el deseo inconsciente) se articula a sí misma en el trabajo del sueño, en la elaboración de su contenido latente (íd. 13). En la explicación del psicoanalista esloveno, procedente de su famoso The Sublime Object of Ideology  destaca (Parte II, p. 87) la descripción del point de capiton:  los significantes, fonemas y sonidos, las imágenes que pueblan el inconsciente están atravesados por una constelación de significantes-amo que suturan las roturas de este tejido, que cosen los significantes flotantes. El relieve producido, el dibujo del tapiz, es la ideología, grabada en la piel como un tatuaje. No explica Žižek cuál es ese significante-amo en el capitalismo tardío, aunque da muchos ejemplos del mismo en sus obras, en las que el aparato psicoanalítico domina los análisis. Para Juan Carlos Rodríguez, inconsciente libidinal e ideológico están profundamente entretejidos: «los sueños son siempre las figuras del imaginario dominante» (2002: 43), señala, citando como ejemplo del esclavismo el libro de Artemidoro. Y un texto literario tiene la estructura y forma de un sueño, atravesado de la norma artística (literaria, retórica) de cada formación social. A diferencia de Žižek, el filósofo de Granada sí analiza el funcionamiento de la ideología dominante en las formaciones sociales estudiadas en sus obras, analizando los soportes materiales de la literatura (sobre todo, pero también la filosofía, la moda o el cine).

Desde los planteamientos desarrollados por el profesor Rodríguez, podemos entrever que, en lo que a la cultura clásica se refiere, lo que se nos ha transmitido como una unidad de sentido es falso y al mismo tiempo verdadero: es necesario que el sistema dominante se apropie del pasado para reflejarse en él y eternizarse. El canon clásico de textos en griego y en latín estaría preñado (sic, como una constructio praegnans) de sentidos y significados similares y sus significantes se asimilarían a los nuestros de forma espontánea, cuando es evidente que decir “yo” (o “yo-soy”) en la Atenas de Pericles no es lo mismo que decir “yo” en el siglo XVI o en el siglo XX. Se trata de un canon, un corpus, un ejército de sombras y fantasmas ruinas que permanecen y plagadas de problemas.
La ideología dominante hace revivir a este dêmos oneírôn convirtiendo sus sombras en una especie de muertos vivientes cuyas palabras no se entienden y a los que hay que alimentar de vida (de la sangre inocente de un cordero) para hacerles hablar de forma coherente, como hizo Odiseo en el canto XI, Nékyia o «Evocación de los muertos». Nosotros sabemos que evitar la lectura inocente, espontánea, evitar leer como nos enseñaron a leer, conlleva aceptar que la lectura del canon clásico implica algo más que comportarse como si se visitara un museo o las ruinas de un campo arqueológico. Implica aceptar que se dialoga con muertos y que sus formas de subjetividad son otras. Un autor de la llamada Segunda Sofística (uno de los primeros “renacimientos” del canon griego), Luciano (Samosata, Siria, 125-181) ya vio que en su tiempo los grandes autores del pasado eran precisamente eso: muertos, y escribió unos delirantes y fabulosos Diálogos de los muertos que fueron muy leídos en el Renacimiento (el tercero o cuarto de occidente) y el barroco. A Luciano esos seres del pasado sí le hablaban en una lengua similar, como no lo hacían a Erasmo, Rabelais o Cervantes, pero es probable que ya no los entendiera. El significante en su materialidad pura, la dimensión terrible del sonido del lenguaje como desprendido sin significado del cuerpo, tenía un sentido que a nosotros se nos escapa si hacemos una lectura a partir de un ideograma o mitema (significante amo) fundamental  en las formaciones sociales burguesas: la naturaleza humana. En 1914, Ortega apuntaba de forma ambigua este alejamiento del arte griego:

El pasado épico no es nuestro pasado. Nuestro pasado no repugna que lo consideremos como habiendo sido presente alguna vez. Mas el pasado épico huye de todo presente, y cuando queremos con la reminiscencia llegarnos hasta él, se aleja de nosotros galopando como los caballos de Diomedes, y mantiene una eterna, idéntica distancia. No es, no, el pasado el recuerdo, sino un pasado ideal. (1999: 83; cf. 86)


Un pasado ideal, también ideológico, lo que no implica que no pueda reinventarse para alimentar o inspirar los sueños del presente, sean los de la extraña democracia ateniense o la libertad republicana o la existencia de una tradición materialista (de Demócrito a Epicuro). Cabe preguntarse, sin embargo, si en el diálogo con los muertos algo de ellos permanece en los vivos: la imagen de Odiseo hablando con los habitantes del mundo subterráneo. En el caso de Demócrito y Epicuro, no se trata solo de letra muerta, ¿lo es también el caso de la democracia antigua o la libertad republicana?

A manera de conclusión inconclusa
La cuestión no es fácil y los problemas se acumulan. Habría que distinguir entre apropiaciones interesadas del pasado e identificaciones o reflejos en los que se cree (comunidades imaginadas, conjuraciones de fantasmas) e interpretaciones no erróneas. En el caso de las literaturas antiguas, es cierto lo planteado por el profesor Rodríguez (2002: 41), a través de una cita de Foucault que aparecerá en otro trabajo[4]: «La literatura griega no existe, como tampoco la literatura latina», por la existencia de una relación divergente con el lenguaje. Pero esta relación diferente con el lenguaje puede no darse únicamente en el caso de Eurípides o en otros. No hay una única matriz esclavista y además hay que preguntarse hasta qué punto el esclavismo fue tan importante en la explotación de las formaciones sociales griegas o romanas (de Ste Croix a Finley o Marx: «direkte Zwangsarbeit» [trabajo forzado directo]) como para que pueda mantenerse que hay un único modo de producción con su correspondiente superestructura. Por otro lado, si hay inconscientes de clase, ¿los campesinos, los metecos, los comerciantes eran iguales que la aristocracia o los oligarcas? ¿Existía entre ellos y el lenguaje de un drama de Eurípides la misma relación que poseían Anaxágoras, Platón, Tucídides o Pericles? Luego aparecen las preguntas del millón: ¿cuál era el inconsciente ideológico de las mujeres o de los esclavos? (¿De dónde procedían esos esclavos?)
Se me dirá que planteo preguntas imposibles. Resumo: una cosa es nuestra relación con los textos conservados (de los que sólo tenemos ruinas, por otro lado), otra que la relación que construyamos con ese mundo perdido se base solo en los textos, muchos de ellos mutilados o transformados y entregados (textus traditus) por tradiciones de dudosa fiabilidad. Los textos escritos pertenecen a tradiciones literarias construidas siempre a través de cánones en conflicto, anudadas a instituciones con una historia propia más o menos determinada por luchas de clases (cuestión espinosa de la “relativa autonomía” de las bases materiales de la vida intelectual). Las apropiaciones interesadas, los equívocos e interpretaciones erróneas son parte de su dinámica, pero también las interpretaciones no erróneas de historiadores, algunos filósofos y científicos de variado pelaje ideológico.

La cuestión no son sólo los zombies ideológicos o los cyborgs históricos, sino también qué permanece vivo. Un drama no es lo mismo que un diálogo filosófico, que un tratado político o un teorema matemático. Catulo no es Safo, ni Virgilio es Homero,  pero menos aún la Πολιτικά (1252a) o el tratado De re publica. Esto está claro, aunque nuestra relación con el lenguaje sea divergente u otra. Que en las formaciones sociales burguesas se hayan construido una literatura griega y romana a imagen y semejanza de su literatura (los griegos serían el origen del origen y los romanos sus transistores) no hace de los cánones antiguos una fantasmagoría imposible de resucitar. Interpretaciones ideológicas ha habido y habrá siempre y los clásicos han estado y van a estar ahí siempre, de Howard Fast a Stanley Kubrick, o los griegos de Byron. Y otra cuestión, con relación a la resucitación y los zombies: ¿se trata únicamente de lecturas? ¿Cómo imaginar la posibilidad de otras subjetividades?

Si se trata de lo que nos enseñaron a leer y cómo, los equívocos están servidos en bandeja. El profesor J. C. Rodríguez lo ha analizado y escrito mejor que nadie sobre la formación y desarrollo de las literaturas burguesas. Hay un trabajo de Erwin Panofsky de 1955 en el que se hace un relato fascinante de una lectura errónea. Se trata de las sucesivas des-interpretaciones históricas de una frase inspirada en las elegías de Virgilio pero no escrita realmente por él, pronunciada en 1620 por un futuro papa y usada como motivo central en la pintura de un paisaje idílico de un cuadro barroco, en el que se dibuja la frase tallada en la lápida de un muerto. Se trata de una frase sucesivamente interpretada, leída erróneamente y mal traducida, aunque, en su lectura errónea (bévue) o soñada, evocadora de miedo, deseo y pérdida: Et in Arcadia Ego. Si hemos de creer a Panofsky (1955: 307, 310), la única persona que interpreta correctamente esta frase es un rey con episodios de locura, Jorge III: «Oh, there is a tombstone in the background: Ay, ay, death is even in Arcadia» (p. 295).

A esto se presta lo literario cuando es construido. En la ideología de lo literario se apoya una parte del imaginario dominante moderno. Tal vez si se tratara de otras cuestiones, los poetas arcádicos, animistas u organicistas, el mismo Diderot, no pudieran, desde sus matrices ideológicas, poetizar de la misma forma. Por ejemplo esta frase del Viejo Oligarca: «En cuanto a los esclavos y metecos, en Atenas hay una grandísima licencia, y allí ni es lícito golpear a nadie ni te cederá el paso ningún siervo[5]» (Pseudo-Jenofonte I, 10, p. 4). Todo el pasaje (que no podemos reproducir y discutir aquí), probablemente le sonaría a chino al mismo Artemidoro, del que solo tenemos un texto, fascinante por su transparencia ideológica, pero lleno de interrogantes. Da una idea, una imagen en negativo de una matriz ideológica en una formación social histórica concreta a orillas del mar Egeo en el siglo II, la ciudad de Éfeso, asolada por los godos en el 262.


Obras citadas:
Artemidoro (1989). La interpretación de los sueños, Madrid: Gredos, 1989. ISBN: 84-249-1393-0. Trad. Elisa Ruiz García. Biblioteca Clásica Gredos, núm.128.

Gil, Luis (ed.), F. R. Adrados, M. Fernández-Galiano y José S. Lasso de la Vega (1984). Introducción a Homero, Madrid: Labor [reimpresión de Madrid, Guadarrama, 19631]

Olalla Real, Ángela (1995). «Bajo el signo del doble. La mujer en los textos de “agravio” y “defensa” medievales», Actas del V Congreso de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval, Granada, 1995, 473-489.

Ortega y Gasset, José (1999). Meditaciones del Quijote, Edición e introducción de Paulino Garagorri (ed.), OC de José Ortega y Gasset. Madrid: Alianza, 19996 [19811].

Panofsky, Erwin (1955). «Et in Arcadia Ego: Poussin and the Elegiac Tradition», en Panofsky (1955) , Meaning in the Visual Arts, Garden City, N. Y.: Doubleday Anchor Books, 295-320.

Pseudo-Jenofonte (1971). La República de los atenienses, Madrid: Instituto de Estudios Políticos. Reimpresión corregida de la 1a edición de 1951. Introducción de Manuel Cardenal de Iracheta; texto, traducción y notas de Manuel Fernández Galiano. Colección Clásicos políticos (dir. Francisco Javier Conde).

Rodríguez, Juan Carlos (2002). De qué hablamos cuando hablamos de literatura, Granada, Comares.

Rozokoki, Alexandra (2001). «Penelopes Dream in Book 19 of the Odyssey», The Classical Quarterly, 51, n. 1, 2001, 1-6. <http://www.jstor.org/stable/3556324>  [Accessed: 12/11/2013 06:17]

Žižek, Slavoj (1999 [19891]). The Sublime Object of Ideology, London & New York: Verso.





[1] Juan Carlos Rodríguez menciona a Artemidoro en De qué hablamos cuando hablamos de literatura (2002: 43). El presente texto no es un artículo, sino unas notas de lectura con las herramientas del autor de Teoría e historia de la producción ideológica. No se incorpora el clásico de Foucault: «El método de Artemidoro», de su Historia de la sexualidad (volumen 3). El texto está realizado en el marco del proyecto de I+D FFI2010-15196 «Vigilancia de fronteras, colaboración crítica y reconversión: un estudio comparado de la relación de la filosofía con las ciencias sociales en España y Francia (1940-1990)».
[2] Dualidad probable en la mayoría de las sociedades patriarcales, si bien atravesada por los significantes de su matriz ideológica: ver el trabajo de Ángela Olalla: «Bajo el signo del doble» (1995) para el feudalismo.
[3] Hasta aquí es lo que hay. Con esto no queremos decir que la obra de Artemidoro sea la única verdad sobre los sueños en el mundo antiguo como puerta de entrada a la matriz ideológica esclavista. Ni siquiera si lo comparáramos a las formas de pensamiento científico, al naturalismo aristotélico o a las diferentes formas de platonismo, estoicismo, epicureísmo, etc. (véase lo que dicen de los sueños Lucrecio, Séneca o Petronio, autor del Satiricón). Por otro lado, una reconstrucción científicamente fiable del tema sería solo aproximada, ya que los textos disponibles son menos que muy pocos. El que los sueños sean proféticos coincide con Homero - entre otros, que también contienen elementos analizables con herramientas freudiano-lacanianas (ejemplo el análisis de uno de los tres sueños de Penélope, el del libro XIX de la Odisea; véase p. ej. el trabajo de Alexandra Rozokoki «Penelope´s Dream in Book 19 of the Odyssey» (2001)). La cuestión, con todo, no es fácil, porque no está claro cómo son los sueños en Homero (en la Tragedia todos despliegan signos alegóricos); en lo que sí se está de acuerdo es que «Homero concibe al sueño no como un estado psico-fisiológico del sujeto, sino como algo externo, objetivo, casi material que viene sobre el hombre (Il. I, 610; X, 96), se posa en sus párpados (Il. X, 26, 91), se adueña de su persona o derraman sobre él los dioses cual si fuera un líquido mágico (Il. II, 19; XXIII, 62; XIV, 165; XXIV, 445)», y puede ser una aparición de los fantasmas de los muertos y moverse como un demon (L. Gil en 1984: 421-423) o los habitantes del dêmos oneírôn (Od. XXIV, 12), del mundo subterráneo (Od. XIX, 560); algo parecido sucede en Artemidoro, quien «descubre en ellos [los sueños] la predicción de un futuro objetivo; Freud el conocimiento de unas realidades subjetivas» (Ruiz García, en su edic. de Artemidoro 1989: 47).
[4] En «Subjetividad y subjetivación en la cultura de hoy (notas sobre Foucault y Heidegger y otras cuestiones anexas» (Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 18, 2012), reproducido en otra versión en el Epílogo de De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (Madrid, Akal, 2013, pp. 322 y ss.).
[5] Manuel Fernández-Galiano traduce “siervo” pero la palabra es “doûlos”, esclavo; quizás lo hizo para no repetir la palabra con la que se inicia la frase.