Vistas de página en total

viernes, 28 de diciembre de 2012

Reseña del libro de Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E. P. Thompson"

 
 
Acaba de publicarse en el último número de Historiografías Revista de Historia y Teoría, 4 (2012), pp. 127-130, una recensión de la obra de nuestro compañero de proyecto, Alejandro Estrella, Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E. P. Thompson, Cádiz, Universidad de Cádiz, Universidad Autónoma Metropolitana, 2012. Su autor es Francisco Vázquez. Puede consultarse pinchando aquí

martes, 11 de diciembre de 2012

La Transición de los filósofos españoles

La revista  Spagna Contemporanea  en su último número 41 (2012), pp. 162-164, Giaime Pala (de la redacción de Mientras Tanto) ha publicado una recensión de La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada, 2009. Con permiso del autor reproducimos el contenido. 


Francisco Vázquez García, La Filosofía española: herederos y pretendientes.
Una lectura sociológica (1963-1990), Madrid, Abada Editores, 2009, pp. 440,
ISBN 978-84-96775-60-2

Históricamente, los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo y, en algunos casos, a transformarlo. Pero lo que raramente han hecho es interpretar la historia de su gremio y las vicisitudes que caracterizaron la vida de sus miembros para transformarlo desde dentro. En una palabra, han sido renuentes a la hora de historiarse y de proporcionar una descripción de su ámbito profesional que fuera más allá de los debates teoréticos; las ideas siguen siendo el tema principal, a veces único, alrededor del cual se vertebran las principales historias de la filosofía española del siglo XX, como si el filósofo fuera un intelectual interpretable exclusivamente por su cerebro y no como sujeto histórico insertado en una realidad determinada. 

A esta manera de concebir la historia de la filosofía se opone Francisco Vázquez García, catedrático de Filosofía en la Universidad de Cádiz, para quien las ideas filosóficas no se explican por sí solas, sino también en función de las biografías, trayectorias políticas y enfrentamientos académicos entre los hombres que las produjeron. De manera que el Autor nos presenta una historia de los filósofos españoles en los años 1963-1990 que conjuga el estudio de las ideas con las sociologías filosóficas e históricas, siguiendo una propuesta hermenéutica que, pese a no haber tenido una gran audiencia en España, ha producido brillantes resultados en Francia (Pierre Bordieu) y en Estados Unidos (piénsese en el Randall Collins de Sociología de las Filosofías). En fin, nos hallamos ante un libro cuyo principal objetivo es explicar la “Transición filosófica” española — paralela a la Transición política — por la cual se produjo el final de la hegemonía intelectual y institucional del pensamiento oficial de corte tomista (los “herederos” del franquismo) en favor de una red alternativa de filósofos ansiosos por conectarse al debate europeo de la época y ligados a la lucha antifranquista (los “pretendientes”). Para ello, el libro arranca con una sólida descripción de la filosofía afecta al franquismo y de su deterioro a partir de la década de los Sesenta. El control tentacular de las cátedras universitarias y de las revistas de filosofía ejercido por los hombres del Opus Dei no impidió las crisis del tomismo y de la escolástica debido a causas tanto exógenas como endógenas. Por un lado, los vientos renovadores del Concilio Vaticano II supusieron un duro golpe para el integrismo filosófico español, en tanto que deslegitimó su propósito de seguir encarnando la ortodoxia del pensamiento cristiano y aceleró el proceso de alejamiento de sectores del catolicismo de la órbita del régimen (Compañía de Jesús y organizaciones de base como las JOC y la HOAC). Por el otro, el antifranquismo intelectual surgido a finales de los Cincuenta fue adquiriendo consistencia en el ámbito del pensamiento y capacidad de maniobra en el terreno de la lucha de las ideas. Todo ello obligó a los opusdeístas capitaneados por el madrileño Sergio Rábade, a abrirse a corrientes laicas como la fenomenología y el idealismo alemán, tratando, eso sí, de imponer un prototipo de filósofo extremadamente académico, cultivador de las ramas más ascéticas de la Filosofía (Metafísica y Lógica) y alejado del ensayismopolítico de raíz orteguiana. En resumidas cuentas, un filósofo “puro” cuyas duras tareas de laboratorio le volvían impermeable a las bajas pasiones de la política (democrática, claro está).

Con todo, y aun manteniendo un considerable poder académico hasta los años Ochenta, la galaxia del Opus Dei no pudo contener el avance de los jóvenes leones procedentes de la oposición política. Conviene tener presente que, aunque todos se presentaran como alternativos al establishment filosófico-político de la época, estos nuevos pensadores no tenían demasiados puntos en común. Más bien, formaban una constelación compuesta por una serie de “nódulos” filosóficos que solían crearse alrededor del liderazgo carismático de un maestro y cuyos miembros no compartían necesariamente los mismos campos de estudio y convicciones políticas. Dicho de otro modo: eran núcleos de elaboración intelectual que mantenían un grado de cohesión personal e ideológica no siempre homogénea y que, además de enfrentarse al común enemigo opusdeísta, no dudaron en emprender
una pugna más o menos subterránea por la hegemonía en el mundo de la filosofía española. Para Francisco Vázquez, son cuatro los nódulos filosóficos que formaron esta red alternativa: los de Oviedo y Valencia, nucleados respectivamente en torno al materialismo académico de Gustavo Bueno y al cultivo de la lógica formal de Manuel Garrido; el nódulo del filósofo del PSUC Manuel Sacristán, centrado en Barcelona y Madrid y estandarte del marxismo dialéctico; y, finalmente, el nódulo de José Luis López Aranguren, al que el Autor dedica el análisis más detallado por haber sido el más variado y el que terminó imponiéndose como ganador de la contienda.

El haber escogido al pensador de Ávila como cabeza visible del nódulo no se debe tanto a la riqueza de su reflexión cuanto al hecho de que reunía en su persona una serie de elementos culturales y biográficos que le convertían en una figura capaz de atraer a jóvenes filósofos de distintas características: discípulo de Xabier Zubiri y cercano en su juventud al legado de Ortega y Gasset, con los años se convirtió en el abanderado de un catolicismo reconciliado con el mundo contemporáneo
y de un marxismo cálido y humanista, amén de ser uno de los introductores de la filosofía analítica en la piel de toro y de poseer una vasta cultura literaria que le permitió adentrarse en el terreno de la crítica textual. A esto, hay que añadir el contacto que mantuvo con la contracultura estadounidense de los Sesenta durante su tránsito por las universidades californianas y sus escarceos con la investigación social empírica. Cualquier filósofo inconformista podía encontrar en el ecléctico Aranguren una guía para encauzar sus inquietudes, por lo que no es de extrañar que este nódulo asumiera una fisonomía estructurada en tres “polos”: el religioso, el científico y el artístico-trágico. Igual que con los otros nódulos, Vázquez realiza una cartografía rigurosa y brillante de estos “arangurenianos” tan diferentes entre ellos: desde los neonietzscheanos iconoclastas que sacudieron la escena de los Setenta (F. Savater, E. Trias, X. Rubert de Ventós) y los estudiosos de la relación entre Historia y Metafísica (A. Bolado, A. Cortina, R. Mate, R. Valls Plana), hasta los pregoneros de la filosofía analítica liderados por Javier Muguerza. Como ya se ha dicho, en los años Ochenta, este nódulo saldrá victorioso tanto por méritos propios como por la consunción intelectual del bloque opusdeísta y el estancamiento de los grupos de Bueno, Garrido y Sacristán. El nombramiento en 1986 de Muguerza como director del Instituto de Filosofía del CSIC y la consolidación académica de sus colegas afines, certificarán el definitivo traspaso de poderes de los “herederos” a unos “pretendientes” que, ahora ya, dejaban de serlo.

Como siempre ocurre con los buenos libros, es complicado dar cuenta en pocas páginas de la riqueza del relato y del esmero interpretativo de Francisco Vázquez. Sin embargo, es menester resaltar que su investigación es especialmente aprovechable para los historiadores por la manera de estudiar al intelectual: un sujeto que no sólo vive de ideas, sino que, por necesidad o vocación, se vuelca en la ocupación de espacios de poder político y académico que le permiten conservar o subvertir los principios que jerarquizan su campo disciplinar. Más claro todavía: un sujeto que sabe que las ideas no son nada sin un capital político-académico (control de cátedras y revistas, presencia en los medios de comunicación, contacto con los partidos políticos y capacidad de tejer complicidades dentro de su gremio) con el que construir redes de influencia y apuntalar su estatus intelectual. El ejemplo de Muguerza encarnaría a la perfección lo que acabamos de decir: su habilidad para federar opciones filosóficas alternativas y presentarse como hombre de consenso, unida a una indiscutible solvencia para crear discípulos y copar espacios universitarios, explica su éxito como filósofo en la España democrática en la misma medida que su obra de carácter asistemático.

Asimismo, merece destacarse la brillantez del Autor para explicar cómo el origen social influye en el tipo de relación que el filósofo entabla con la universidad, la elección de los temas que investiga y los estilos narrativos que emplea para difundir los resultados de su trabajo. En efecto, no se pueden entender la irreverencia lúdico-libertaria y la aversión a la burocracia de un Savater o un Trias sin el ingente colchón económico de sus familias (que les permitía obviar los problemas económicos y las desagradecidas tareas de gestión académica que apenaban a los profesores “No Numerarios”), ni el deseo de los filósofos de orígenes humildes de alcanzar el reconocimiento institucional del que gozaban los catedráticos a través de un filosofar “hipercorrecto”, esto es, ortodoxo y ultraacadémico (lenguaje críptico, tendencia a identificar el oficio con la crítica de los textos, rechazo del panfleto y del artículo de batalla en la prensa, etcétera). En el quehacer de un filósofo, el cómo es tan importante que el qué. Así es como Vázquez ha estudiado a sus compañeros de profesión en un libro erudito sin ser pedante, sofisticado sin ser abstruso y valiente sin ser provocador. En definitiva, un libro imprescindible para todos aquellos que creen que la historia de la cultura y de los intelectuales es mucho más que el análisis filológico de libros, artículos y conferencias.

Giaime Pala

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Reseña de Carlos Illades sobre "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson"





La Revista Signos Filosóficos de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa edita en su volumen 14, número 28 de 2012 una reseña de Carlos Illades sobre el libro de Alejandro Estrella "Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson". Con permiso del autor reproducimos el contenido de la reseña:


Miseria de la Teoría (1978), el volumen que E.P. Thompson dedicó a la filosofía de Louis Althusser, pareció a no pocos un exabrupto de un historiador tan brillante como iracundo: “le dije en su momento –recuerda Eric Hobsbawm— que era un crimen abandonar su labor histórica, capaz en principio de hacer época, para discutir con un pensador cuya influencia habría fenecido al cabo de diez años”[1]. Después de leer a Alejandro Estrella cuando menos este crimen resulta explicable, y en las librerías tristemente se puede confirmar que el “giro lingüístico” prácticamente enterró a ambos.
Clío ante el espejo es una guía confiable para escarbar la raíz de este conflicto en la medida que el objeto de su socioanálisis es reconstruir la trayectoria intelectual de Thompson hasta la publicación en 1963 de La formación de la clase obrera en Inglaterra, de cómo un infatigable e inquieto tutor escolar de adultos llegó a ser uno de los mejores historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Allí, empleando el concepto de habitus de Pierre Bourdieu, Estrella muestra convincentemente cómo se conformaron las disposiciones primarias del historiador oxoniense hacia la literatura, la historia y el mundo de los subalternos, para ligarlas posteriormente con la experiencia de una generación formada políticamente en los frentes populares antifascistas, llamada a filas en la segunda Guerra Mundial y que se decepcionó del “socialismo realmente existente” tras la invasión soviética a Hungría en octubre de 1956, pero, no obstante, evitó contagiarse de la “Gran apatía” que se apoderó de la conciencia británica durante el boom económico de posguerra pues, como observa Estrella, “enfrentado a la urgencia política del contexto de la Guerra Fría, Thompson entendería de vital importancia reactivar la actividad humana de intervenir como agency consciente en el curso de la historia” (p. 252).
La minuciosa reconstrucción de Estrella, que lleva de la mano al lector desde el entorno familiar de E.P. Thompson, la tragedia que significó la temprana pérdida de su hermano Frank en Bulgaria, la militancia comunista y la redacción de William Morris. De romántico a revolucionario publicado en 1955 (primera parte); ocupándose después de la Guerra Fría, la creación de la New Left Review y el desarrollo del materialismo cultural en Inglaterra (segunda parte), hasta llegar al momento de su consagración con la edición de La formación de la clase obrera en Inglaterra (tercera parte), dificulta hacer justicia a este excelente estudio en unas cuantas páginas, por lo que procuraré tratar los aspectos que considero más destacados de Clío ante el espejo.
En primer lugar, ¿por qué toma Thompson el camino de la disidencia política e intelectual?, mas si tenía todo para triunfar en la carrera académica (capital cultural, relaciones y, sobre todo, talento). El historiador tuvo un padre metodista y a la vez crítico del imperialismo británico en la India, y un hermano brillante y admirado que pronto abrazó el comunismo. Edward Palmer recibió la formación básica en una escuela para gente común y la universitaria en Cambridge. Todo ello lo inclinó hacia la contracultura de élite y el compromiso político representado por el partido comunista y, después de 1956, a la nueva izquierda. El vínculo sentimental con la también historiadora Dorothy Towers, a partir de 1945 y hasta su muerte, reforzaría su lado militante, apuntalando simultáneamente su carrera profesional (p. 61).
La actividad política lo aproximó al marxismo, corriente que dominaba ya el campo de la historia social británica con los trabajos de Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric J. Hobsbawm y George Rudé, organizados todos ellos en el Grupo de Historiadores del Partido Comunista. “En la pugna entre historia tradicional e historia social –nos dice Estrella--, los historiadores marxistas se sitúan a la vanguardia de la innovación historiográfica al recabar toda la herencia de esta última redefiniéndola desde la perspectiva del conflicto de clases y ajustando dicha readaptación a los protocolos disciplinares vigentes” (p. 92).
La densidad de la historiografía dentro del marxismo británico, a diferencia del continental, se debió, cuando menos en parte, a que en los ensayos históricos desarrollados en el primer tomo de El Capital se ocupaban del caso inglés. No en balde, los famosos Estudios sobre el desarrollo del capitalismo (1946), de Maurice Dobb, pretendieron dar un sustento histórico a la tesis de la “llamada acumulación originaria del capital” expuesta por Marx en el famoso capítulo 24. Thompson compartió y cosechó los logros intelectuales del grupo, no obstante que  Rebeldes primitivos, de Hobsbawm, y La multitud en la Revolución francesa, escrito por Rudé, circulaban desde 1959.
La formación de la clase obrera en Inglaterra, que obedecía sobre todo a una intención política y no al afán académico, tuvo un impacto tal dentro y más allá de la historiografía anglosajona, permitiendo a Thompson un amplio reconocimiento dentro del campo a pesar de haber sido hasta entonces un outsider que, entre otras credenciales faltantes, carecía del doctorado. Sintomáticamente, la historia se repetirá pero a la inversa en la década de los ochenta: cuando estaba en la cúspide de la fama como historiador, abandonó la investigación –ya antes lo había hecho con la docencia cuando renunció a su cargo en la Universidad de Warwick-- llegando a ser, quizá, la voz más autorizada del movimiento antinuclear europeo. Esto es, si nos atenemos también a Bourdieu, se convirtió en intelectual.
El segundo aspecto que quiero destacar se refiere a cómo se insertó Thompson en el debate marxista de los cincuenta, a mi juicio la parte mejor lograda de Clío ante el espejo, que además ayudará a explicar por qué Thompson, en el pináculo de su trayectoria intelectual, arremete contra Althusser, con quien, muy a su pesar, tenía algunas coincidencias básicas y, dado que, uno y otro, trataron de ofrecer salidas al callejón marxista de la época. La muerte de Stalin, el informe secreto presentado por Jruschov en el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956 --que denunció el “culto a la personalidad” del dictador georgiano-- y la edición de los escritos del joven Marx crearon las condiciones para que desde la Unión Soviética se intentara cambiar el rostro nacionalista y represivo del estalinismo en favor de una versión “humanista” del socialismo. En Francia reaccionó Sartre reivindicando la libertad de los agentes sociales dentro del proceso histórico, en México lo hará Adolfo Sánchez Vázquez a través de su filosofía de la praxis, mientras el marxismo británico recuperará a la cultura como un elemento constituyente, material y productor de significados dentro de la totalidad social. Thompson –plantea Estrella— colaboró “en la construcción de un humanismo socialista, constituido no sólo como respuesta crítica al estalinismo y a la socialdemocracia sino como un proyecto político de transformación social y cultural” (p. 192).
Raymond Williams (Cultura y sociedad, 1958), Richard Hoggart (La cultura obrera en la sociedad de masas, 1957) y E.P. Thompson fueron quienes dieron forma a este materialismo cultural que irradiará su influencia hacia la historiografía, la antropología, la sociología, la teoría literaria y los tempranos estudios culturales. Éste asignó un lugar relevante a la práctica social dentro del proceso histórico: Thompson la conceptualizó como experiencia y Williams la designó “estructura de sentimiento”. La experiencia y la acción humana (agency) –indica Estrella— serán los presupuestos teóricos ocultos en la poderosa y envolvente narrativa de La formación de la clase obrera en Inglaterra. La metáfora marxiana de base/superestructura, esbozada en el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859) sería victimada por aquél, quien postuló que en la superestructura también había producción. Como veremos poco más adelante, a pesar de sus divergencias teóricas, Althusser detectó también la precariedad de este edificio en su ensayo “Contradicción y sobredeterminación” (1962), donde mostró cómo la superestructura también actuaba sobre la base, condicionándola. Esto, por ejemplo, permitía explicar al filósofo francés el papel de los bolcheviques en la Revolución de Octubre.
Si la eclosión de la historia social dio pábulo a Past and Present (1952), la del materialismo cultural alumbró a la New Left Review (1960). Estrella reconstruye muy bien el clima intelectual de la época y sigue en detalle a los dos grupos y revistas (The New Reasoner y University and Left Review) cuya fusión hará posible la primera New Left, expresión teórica de una izquierda que no se reconocía ya en el viejo obrerismo y que miraba en dirección de los nuevos movimientos sociales (feministas, antinucleares) y de la descolonización del Tercer Mundo. Decíamos que el alejamiento de Thompson del socialismo soviético ocurrió en 1956; de hecho, en la primera edición de William Morris. De romántico a revolucionario, muestra todavía afinidad con el marxismo oficial, por lo cual, ya liberado del indeseable bagaje, en la edición de 1977 suprimirá más de un centenar de páginas del texto. El laborismo tampoco le parecía que conformara una alternativa a la “Gran apatía” que campeaba en la isla. Tanto en el Este como el Oeste la Guerra Fría produjo un marasmo político que, según el historiador británico, será el trasfondo histórico del estructuralismo, de esa especie de inmovilismo que hundía a todos en la pasividad y el conformismo, que en el plano teórico no creía en la acción de los actores sociales pues, en rigor, los consideraba incapaces de decidir por sí mismos. En este contexto, señala Estrella, la New Left se posiciona “como un movimiento frente a las nuevas élites surgidas en la sociedad de posguerra” (p. 141), constituyéndose además como un referente de la contracultura de la época y, al mismo tiempo, “como el único ejercicio de renovación teórica de la izquierda” que no significara abandonar las aspiraciones revolucionarias (p. 138).
La primera New Left mantuvo un equilibrio inestable durante dos años, en buena medida por las diferencias (de origen, experiencia política y generacional) entre los grupos que la formaron, de tal manera que para 1962 se hizo de la dirección el jovencísimo Perry Anderson, quien daría continuidad a la revista hasta el día de hoy. Thompson describió con estas palabras llenas de ironía el arribo de los nuevos marxistas teóricos, por añadidura simpatizantes de su versión continental y francófona: “Calándose los pasamontañas hasta las orejas, desembarcan y luchan hacia adelante para proporcionarle la intensa consciencia racional de sus instrumentos cortantes a ‘la intelligentsia tradicional completamente sepultada’… Aumenta el suspense a medida que ellos –‘los primeros marxistas blancos’— se aproximan a los asombrados aborígenes”[2].
Con su arribo a la isla, el cientificismo althusseriano amenazó las posiciones ganadas por el materialismo cultural y la historia social en las sordas batallas de los cincuenta. Terry Eagleton planteó la necesidad de crear una ciencia de la producción literaria que superara los balbuceos teóricos de sus predecesores y Perry Anderson retomó la categoría de sobredeterminación para fundamentar la importancia del Estado durante el absolutismo. Entrados los setenta, algunos teóricos sociales despojaron de todo contenido histórico el concepto de modo de producción. Y, desde los albores de la década anterior, ya el propio Althusser había postulado un antihumanismo teórico que desenmascaraba el fundamento ideológico, es decir no científico, de “la interpretación ‘humanista’ de la obra de Marx”, impuesta “progresivamente e irresistiblemente en la filosofía marxista reciente, al interior mismo del partido comunista soviético y de los partidos comunistas occidentales”[3]. En lo que a Francia respecta, el objeto de la crítica era Sartre. Además, en su “lectura sintomática” de El Capital, el filósofo nacido en Argelia concibió a la historia como un “proceso sin sujeto”, obliterando, o cuando menos minimizando, la acción intencional de los actores sociales. “La irrupción de estas propuestas –destaca Estrella— acaece precisamente cuando la historiografía marxista británica está  embarcada en un proceso de expansión… estos historiadores no dejarán de percibir como una amenaza a su autonomía y a su capital específico, las ambiciones de estas propuestas desarrolladas fundamentalmente en disciplinas adyacentes a la historia” (p. 170).
El contrapunto de la postura teórica de Thompson no podía ser mayor. Sin embargo, éste tardó mucho tiempo en responder y, cuando lo hizo, pasó por alto las coincidencias con Althusser (ya señalamos la adecuación de la metáfora de la base y la superestructura, podríamos agregar ahora la tesis de que las clases se constituyen a partir del conflicto). Si estiramos el hilo tendido por Estrella, esto se debe quizá a que el historiador oxoniense aprovechó todo el capital intelectual acumulado para desafiar al filósofo marxista más importante de su generación. Sumido en sus crónicas crisis maniaco-depresivas, probablemente éste nunca conoció la furibunda crítica expuesta en Miseria de la teoría.
Para terminar tomo prestada otra idea de Clío ante el espejo para hablar de la trayectoria de la historiografía marxista británica durante los noventa, y en particular de Hobsbawm. En su autobiografía, el historiador nacido en Alejandría lamentó que el reconocimiento intelectual le llegara bastante tarde, siendo ahora (a sus noventa y cinco años) el historiador acaso más conocido, traducido y respetado del mundo, no obstante que nunca renunció a su militancia comunista. Su gran talento, erudición y prosa, no bastaron para competir con el encanto del poeta romántico que habitaba en Thompson, del rebelde que desafío el canon y trató de acabar con el conformismo de su generación. La obra del oxoniense, que germinó en medio de una de las más sólidas comunidades intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, opacó en parte a la de sus compañeros de viaje, notables historiadores también. El gran éxito de la Era de los extremos, publicada por Hobsbawm en 1994, esto es, un año después de la muerte de Thompson, lo atestigua. Con él, el sacerdote recuperaba el lugar ganado por el profeta.

Carlos Illades
UAM-Iztapalapa


[1] Eric J. Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el siglo XX (Barcelona, Crítica, 2003), p. 202.
[2] E.P. Thompson, Las particularidades de lo inglés y otros ensayos (Valencia, Fundación Instituto de Historia Social, 2002), p. 25.
[3] Louis Althusser, La revolución teórica de Marx (México, Siglo XXI Editores, 1967), p. XIII.